jueves, febrero 26, 2009

Cien Años de Soledad, testimonio de un inútil
En casa de mi padres: el desayundo eran huevos revueltos, dos panes franceses, y Café bien negro. Luego subía a mi habitación para abrír por primera vez las páginas de Cien Años de Soledad. Bajaba para almorzar. Terminaba de almorzar. Subía a la habitación, y seguía leyendo Cien años de Soledad. Hacía la siesta como un cerdo, y cien años de soledad se quedaba abierto encima de mi pecho sudado por el atróz calor. Con la noche venía la cena. Cenaba con mis Padres. Luego volvía a subir a la habitación y seguía la lectura de Cien años de (...) . Vaya verano de mis venti tantos años en el regazo cálido y en la lectura de animal hambriento. Aún tengo en la memoria como aquel libro me mantuvo maravillado por varios días bajo la misma rutina de hijo mantenido. Era preso de su fantasía latinoamericana. Para muchos -me incluyo aquí- Cien Años de Soledad de García Marquez representa el primer goce cabal de una novela. Por eso cuando se la recuerda o se repasa algunos de sus capítulos se le guarda cierta devoción santurrona, la misma devoción con la que un católico reza a un santo de yeso que yace en una urna. Cien años de soledad no pudo haber sido escrito en ningún otra parte del mundo que no sea latinoamerica; sabiendo, eso sí, que Cien años de Soledad (como la grandes obras de la Literatura universal) superó hasta a su propio autor.

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